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Federico IX de Dinamarca: el rey de los tatuajes

Federico IX de Dinamarca
Hasta hace no mucho tiempo, los tatuajes eran una señal distintiva de delincuentes, pendencieros, inadaptados y otra gente de mal vivir, por lo que lucir uno en su piel hacía poner los pelos de punta a cualquier hijo de vecino. En la actualidad las cosas han cambiado mucho y lejos de esa señal de rebeldía (por no decir sociopatía) que significaba llevar un tatuaje, ahora cualquier mono, por simple no-ser-menos-que, se pintarrajea cualquier chorrada en cualquier parte del cuerpo... y como vayan borrachos, los resultados mejor no verlos. Con todo, eso es ahora, pero imaginémonos lo que debía de ser llevar un tatuaje en la pudorosa sociedad europea de principios del siglo XX. Si a eso le añadimos que quien lo lleva es un rey, que no lleva uno sino nueve y, encima, le gusta mostrarlos, la mezcla de escándalo y admiración ya es "fuera de categoría". Justamente éste fue el caso de Federico IX de Dinamarca, el rey tatuado.

Estampa típica de un marinero
La historia del tatuaje es casi tan antigua como la humanidad misma, donde las marcas en la piel señalaban la valentía del individuo, el estatus dentro de la comunidad o la pertenencia a una u otra tribu. Estas señales no estaban al alcance de todo el mundo y se restringían muchas de las veces a los miembros de ciertos grupos o comunidades, que los utilizaban como auténticos ritos iniciáticos, más que nada porque el hacerse un tatuaje en el pasado era un auténtico suplicio. Un ejemplo claro eran los marineros, que embarcados durante meses en condiciones durísimas, no dudaban en tatuarse cualquier elemento marinero, habida cuenta que para aquella gente ruda y sufrida el dolor de un tatuaje era pecata minuta

El Rey Tatuado
Evidentemente, esta no era la situación de la gente de una cierta posición social, para la cual, una vida regalada estaba en las antípodas del sufrimiento de una vida llena de dificultades. Ello implicaba que se viera el tatuaje como algo barriobajero y montaraz, aunque eso seguro que no fue lo que pensó el antiguo rey de los daneses.

Federico IX de Dinamarca -Frederik 9, para los amigos daneses- (1899-1972), reinó desde 1947 hasta el día de su muerte y tenía fama de ser muy campechano (ver El campechano origen de la palabra "campechano")  y muy cercano para el pueblo. Y es que el hombre, como mínimo, era poco habitual.

Para empezar, tenía facilidad para la música, llegando a tocar el piano desde muy joven y dirigiendo orquestas de vez en cuando, y poseía una gran memoria que le llevaba a recordar perfectamente todos los horarios y trayectos de trenes de Europa, la cual cosa era aprovechada por toda la corte para que les informara de los recorridos y las horas cuando tenían que hacer algún viaje. Ante todo, el servicio al público, claro.

Un rey ciertamente peculiar
El príncipe, sin embargo no era muy amigo de esta vida entre algodones y decidió que lo que le gustaba al hombre era el mar, por lo que inició su educación en la Real Academia Naval Danesa. Ello rompía la tradición de la familia real danesa en que la educación de los herederos se llevaba a cabo en el Ejército y allí que se metió. Y tanto que se metió, que llegó a contralmirante recorriendo medio mundo a bordo de los barcos daneses. Pero claro... tanta marinería implicaba también asumir las tradiciones de los marinos y los tatuajes fueron uno de ellos.

Sus tatuajes eran su orgullo
El futuro Federico IX decidió tatuarse dos dragones, uno en el brazo y otro en el pecho (este último hecho en Londres, en el taller de George Burchett, uno de los mejores tatuadores del momento), una cruz de Jerusalén, el escudo de armas familiar, un ancla, un pájaro... y así hasta completar los nueve que se hizo durante su época marinera, los cuales le hacían todo un brazo de mar acostumbrado a una vida tosca y sacrificada. El problema es que fuera de la Marina era igual de tosco, lo que le llevó en 1922 a romper su compromiso con la princesa Olga de Grecia (pariente de la ex-reina Sofía), más que nada porque era más basto que una lija del siete y la tal Olga -fina ella como el cristal- no soportaba las bruscas maneras de marino del aspirante al trono danés. Todo sea el decirlo que la excusa oficial fue que ella no quería convertirse al luteranismo de la familia real danesa. La dignidad, ante todo.

Olga de Grecia era demasiado fina
Con todo, el heredero lo volvió a intentar, pero no fue hasta 1935 cuando consiguió casarse con la princesa Ingrid de Suecia -se conoce que no era tan refinada de gustos-, la cual le dio tres hijas a las cuales no dudaba a mostrar ante las cámaras con el torso desnudo y un más que estiloso bañador de leopardo al mejor estilo Rappel. De hecho, uno de sus principales orgullos era el mostrar sus tatuajes marineros siempre que le era posible, por lo que no dudaba en retratarse desnudo de cintura para arriba y hacer ostentación de sus "tatus". Realmente, un espectáculo que no era muy habitual entre la gente de la realeza de la época.

¡Esto no, hombre, esto no!
La realidad es que los tatuajes no son una cosa tan rara entre las casas reales y, aparte de Federico IX, también han llevado tatuajes Enrique VII de Inglaterra, el Kaiser Guillermo II, el Zar Nicolás II de Rusia (ver Khodinka 1896, cuando hambre y postureo se unieron mortalmente) o incluso don Juan de Borbón -el abuelo de Felipe VI de España-, el cual llevaba un par de dragones marinos en los antebrazos como fruto de su paso por la Escuela Naval de San Fernando. Todo un ejemplo de cuan elitistas eran los tatuajes hasta hace no mucho y de cómo el trasfondo de iniciación tribal, de diferenciarse del resto de la sociedad y de subversión que significaba llevar un dibujo artístico indeleble en la piel ha quedado totalmente desvirtuado y transformado -salvo honrosas excepciones- en una simple moda chabacana y superficial.

Tal las cosas, está visto que, hoy en día, resulta más subversivo negarse a tatuarse nada que tatuarse alguna cosa.

Mera cuestión de esencias.

Rudo y tatuado: todo un rey

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